“Yo no tengo la culpa de nacer en este país y ser blanco. Yo no escogí mi color, a mis padres o mi cultura. No es mi culpa que mis antepasados hayan oprimido a otros o haber nacido con privilegios por ser blanco. Está mal que esto sucedió y lo lamento muchísimo, pero no sé qué hacer para remediar lo que otros hicieron. Me siento juzgado por mi color de piel y esto es algo de lo que yo no tengo nada que ver. No me parece correcto que por mi color se determine mi valor o quién soy”. Estas son las palabras que uno de mis estudiantes en el seminario dijo durante una conversación sobre el racismo en una de mis clases. Habíamos leído un libro que menciona este tema en el que el autor utiliza un lenguaje bastante fuerte en contra de los blancos y mi alumno con justa razón se sintió ofendido. Al inicio de nuestro dialogo había comentado que no entendía por qué la cuestión racial era tan relevante, pero después cuando se sintió señalado por su color de piel expresó su descontento. Creo que por primera vez comprendió cabalmente el racismo y lo absurdo que es juzgar a las personas por su raza o color de piel. Creo que solamente cuando se llega a este punto uno puede entender la magnitud del racismo y se puede empezar a tener empatía por aquellos que lo sufren.
Todos los seres humanos somos creados a la imagen y semejanza de Dios (Gen. 1:27). La imagen de Dios es la base fundamental de nuestro valor y dignidad. Por la gracia divina podemos representarlo y todos los hombres y mujeres somos la corona de la creación (Salmo 8). Nuestro color de piel es insignificante para determinar nuestro valor o esencia. Desgraciadamente lo que debería ser una muestra de la belleza de la diversidad de la creación divina para muchos se ha convertido en una forma de señalar y discriminar a otros que son diferentes a ellos.
En esta semana han sucedido muchas cosas en los Estados Unidos en los que se pone en evidencia el gran problema racial que aun persiste en la sociedad. Lamentablemente hechos violentos han manchado trágicamente a la nación y en estos momentos hay mucho dolor y enojo. ¡Realmente necesitamos la paz y reconciliación de Cristo! En estos momentos debemos llorar con los que lloran y mostrar el amor de Jesús ante tantos que lo necesitan. No es el momento de dar opiniones sino de escuchar, lamentarse y clamar por justicia y la paz de Dios sobre nuestra sociedad. Como hijos de Dios debemos ser el olor fragante de la presencia de Cristo entre los que se duelen.
Cuando usted lea estas líneas muchos a su alrededor estarán sufriendo y buscando respuestas. Nuestro Dios también se duele con la injusticia y solamente me puedo imaginar el dolor que le trae la distorsión que hemos hecho de la belleza de su creación. Cristo es el Príncipe de Paz y en medio de estas terribles circunstancias y de un clima de racismo y odio su presencia nos conforta y nos redime. Lo animo a que reciba y comparta el amor del Señor con todas las personas. A que pueda ver la belleza de los demás sin importar su color, trasfondo social o cultural e incluso su preferencia política. En otras palabras, lo animo a que sea el embajador de las buenas nuevas de Cristo a este mundo que tanto las necesita.