Hace ya cinco años que mi papá, Javier Esqueda, falleció inesperadamente. El gran vacío que nos dejó sigue y seguirá presente por el resto de nuestras vidas y es muy difícil resignarse a su ausencia. Cuando en conversaciones casuales sale el tema de mi papá me cuesta trabajo referirme a él en el pasado, pero estoy tristemente consciente que el presente y el futuro seguirán sin su presencia. Mi mamá habría celebrado 45 años de casada el pasado diciembre, mis dos hermanos habrían celebrado sus graduaciones de la universidad con su orgulloso papá, mis dos hijos se habrían gozado con su abuelito que estoy seguro los habría consentido muchísimo y yo tendría el apoyo y el oído total de un hombre que me amara incondicionalmente y me daría sus consejos totalmente desinteresados buscando siempre lo mejor para mí, pero todo esto no pudo ni podrá ser.
La Biblia dice que la muerte es la consecuencia directa del pecado (Rom. 3:23) y siempre es una intrusa que se mete en nuestro camino y nos recuerda que la vida es corta y no refleja lo que tendría que ser en un mundo ideal y perfecto. Dios nos creó para vivir y disfrutar la vida. El término que refleja esta realidad es “Shalom” que significa plenitud, completa paz y bienestar. Por lo tanto, el pecado y su consecuencia directa, la muerte, son el reflejo mismo del vandalismo o pérdida de Shalom. Jesucristo es el príncipe de paz (Is. 9:6) y nos vino a dar vida abundante (Juan 10:10). Al morir en la cruz por nuestros pecados Jesús derrotó a la muerte. Sin embargo, la destrucción final del pecado y de la muerte aún está por venir (1 Cor. 15:26). Por lo tanto, a pesar de tener nuestros pecados perdonados a través del sacrificio de Jesús, los cristianos seguimos viviendo en un mundo en donde la muerte nos acecha y nos marca con la pérdida de nuestros seres queridos.
Mi papá era cristiano y ahora disfruta al estar en la presencia del Señor (2 Cor. 5:8). De la misma manera, como cristiano también tengo la certeza que la separación no es para siempre y que un día estaré con él (1 Ts. 4:17). Sin embargo, en el presente el dolor de su ausencia es real y aunque de alguna manera pareciera disminuir con el tiempo, nunca se quita y siempre permanece adormilado esperando despertar al menor recuerdo. Todos los seres humanos nos dolemos por la muerte de un ser querido, pero los cristianos lo hacemos con la esperanza en la resurrección (1 Ts. 4:13). Así que, vivimos entre la esperanza y el dolor, entre los recuerdos del pasado y el gozo prometido en el futuro, pero con el dolor y la incertidumbre del presente. No importa que mi papá haya fallecido ya hace cinco años o que yo sea un adulto, soy y seguiré siendo un huérfano al igual que mis hermanos, mi mamá una viuda y mis hijos crecerán escuchando historias de un abuelo al que no conocieron al igual que lo hice yo.
A través de esta experiencia he podido darme cuenta lo poco que estamos preparados para lidiar con la muerte a pesar de que siempre nos rodea. Cuando alguien pasa por una pena, la reacción natural es no acercarse porque “no sabemos qué decir”. Es verdad, no hay nada que podamos decir que llene el vacío o aminore el dolor que ocasiona la pérdida de un ser querido. Sin embrago, la Biblia nos recuerda que debemos alegrarnos con los que se alegran y llorar con los que lloran (Rom. 12:15). Realmente no tenemos que decir nada sino solamente estar presentes y acompañarlos en su dolor. En una palabra, debemos mostrar “empatía”. Esto significa participar en los sentimientos de otra persona y asimilarse a su estado de ánimo. En lenguaje coloquial se diría “ponerse en los zapatos del otro”. Al identificarnos con los sentimientos de los que sufren realmente ayudamos y somos de gran apoyo.
Desgraciadamente, por alguna razón pensamos que cuando alguien pasa por un trago amargo deberíamos animarlos minimizando el dolor o cambiando su perspectiva. A pesar de querer ayudar, lo que hacemos es invalidar los sentimientos de la otra persona y, sin quererlo, aumentamos su dolor. ¡La empatía es tan necesaria como difícil de encontrar! La muerte de mi papá me ha hecho más sensible al dolor ajeno y cuando escucho acerca de las enfermedades o muertes de los padres e hijos de mi amigos y compañeros de trabajo, no puedo sino llorar por dentro. Sé que puedo y debo mejorar muchísimo mi capacidad para mostrar empatía hacia los demás. De hecho, creo que todos podemos mejorar en esta área y de esta manera realmente confortar a los que sufren a nuestro alrededor que para ser sincero somos todos. Debajo de esa sonrisa que todos esbozan se encuentra un dolor que se sufre en silencio y que ruega por comprensión y apoyo.
En los últimos cinco años la vida ha seguido su curso. Lo cotidiano camina con sus altas y bajas, con sus momentos de alegría y sus destellos de melancolía. Mi mamá y hermanos han aprendido a caminar sin mi papá, mis hijos a crecer sin saber lo que es tener un abuelo y yo a recordar y llorar por dentro cuando estoy consciente de lo mucho que extraño a mi papá. El tiempo no llena vacíos sino que solamente nos distrae para que no sean tan dolorosos y presentes como al principio. Si usted tiene el privilegio de estar cerca de sus padres no pierda la oportunidad para decirles que los ama. Si como yo, ha perdido por lo menos a uno, lo acompaño en su dolor mientras seguimos llorando con esperanza.