El lunes 22 de febrero del 2010 mi papá, Javier Esqueda García, falleció inesperadamente en Guadalajara, México. Estas semanas han sido muy difíciles para nuestra familia ya que por un lado celebramos que mi papá se encuentra gozando de la presencia de nuestro Señor y, por el otro, lloramos su ausencia entre nosotros. De hecho, escribir este artículo es sumamente triste porque mi papá siempre los leía con interés y orgullo y ahora esto es lo primero que escribo y se publica sin que él lo lea.
La muerte de mi papá fue una sorpresa para todos y un golpe muy fuerte. A pesar de padecer diabetes, él se encontraba bien de salud en términos generales. Todo sucedió tan rápido desde el momento que supimos se encontraba grave el sábado hasta su muerte el lunes por la noche. Gracias a Dios me permitió llegar a Guadalajara el domingo por la noche y estar con mi familia. Mi mamá, mis hermanos y yo pudimos despedirnos de mi papá y, aunque estaba sedado, le dijimos cuánto lo amábamos y valorábamos su ejemplo cristiano.
Mi papá fue un modelo de seguir a Cristo a pesar de muchísimas dificultades. Cuando él aceptó a Cristo hace aproximadamente 25 años, toda su familia lo rechazó. Su hermano mayor ha sido un sacerdote muy influyente en la ciudad y mi papá estudió en el seminario Católico Romano en su juventud. Por lo tanto, al hacerse cristiano mi papá se convirtió en la oveja negra de la familia. Mi papá trabajo por muchos años como contador en el arzobispado de Guadalajara antes de que fuera despedido, en gran manera por hacerse evangélico. Aunque mi papá perdió lo que le correspondía por su jubilación, fue traicionado por su familia y perdió su herencia familiar, mi papá nunca se quejó y mantuvo toda su confianza en el Señor. Mi papá fue un hombre que vivió para su esposa e hijos y sirvió fielmente al Señor hasta el final.
Desde que mi papá se hizo cristiano siempre nos decía que su verdadera familia eran los hermanos de la iglesia. Mientras su familia carnal lo rechazó su familia espiritual lo acogió y le mostró el verdadero amor cristiano. La prueba culminante de esto fue la asombrosa asistencia de muchos de ellos al hospital y a la funeraria a pesar de lo rápido de la noticia. El apoyo del cuerpo de Cristo fue evidente en esos días y no defraudaron a mi papá que los consideraba su familia. Dios nos ha provisto de sus hijos, la iglesia, para ayudarnos en los momentos difíciles.
Los cristianos nos enfrentamos a la muerte con una actitud diferente a los demás, porque los hacemos con la esperanza y consolación que el Señor nos da (1 Tes. 4:13). Debido a la muerte y resurrección de Jesucristo, los cristianos tenemos la certeza de que la muerte no es final de todo sino el inicio de la vida eterna con Jesús. Cristo ha conquistado a la muerte y mi papá ahora está más vivo que nunca porque ya disfruta de la presencia constante con su Señor y Dios. Además, los cristianos tenemos la esperanza de volver a ver a nuestros seres queridos para estar juntos siempre con el Señor.
Sin embargo, la pérdida momentánea de un ser querido deja un vació y un dolor muy profundo que aún la esperanza no puede quitar. El hueco que ha dejado mi papá en mi vida es tan grande que me cuesta muchísimo resignarme a su ausencia. Aunque lo veré en el futuro, la realidad es que en el presente lo extraño y ya no puedo hablar con él y buscar su consejo. Mi hijo Darío crecerá sin su abuelo, mi mamá ha perdido a su compañero de más de cuarenta años y mis hermanos harán su vida sin que mi papá los acompañe. El dolor y el vacío son tan reales como la esperanza gloriosa que tenemos.
Por momentos me parece que los cristianos confundimos el tener fe con la ausencia del dolor. Pareciera que debido a nuestra confianza en Dios, el dolor se minimiza o se debe de quitar rápido y si no es así, entonces evidenciamos nuestra poca confianza en Dios. Sin que me lo digan expresamente, a veces percibo una presión de los que me rodean para que deje atrás el lamento y esboce solamente la sonrisa de la fe en el Señor. Sin embargo, el ejemplo de Jesús me afirma que el dolor por la muerte, algo totalmente fuera del plan original del Creador y consecuencia del pecado, es real y el llanto una expresión natural de desconsuelo por la pérdida de la paz (shalom) que Dios desea para nosotros y que Cristo vino a restaurar, pero que lo hará completamente en el futuro.
En Juan 11, Jesús está con sus discípulos a la orilla del río Jordán cuando les avisan que Lázaro, un amigo de Jesús se encontraba enfermo de gravedad en Betania, una aldea no muy lejos de donde se encontraban. María y Marta eran hermanas de Lázaro y como sabían que Jesús los amaba y era capaz de sanarlo se apresuraron en avisarle a Jesús de la situación para que fuera con ellos de inmediato. Sin embargo, Jesús decidió quedarse donde estaba por dos días en lugar de acudir al llamado de María y Marta. La actitud asombrosa de Jesús se debió a que él sabía que Lázaro iba a morir y que lo resucitaría para que Dios y el Hijo de Dios fueran glorificados por el milagro (Juan 11:4). De hecho, cuando van de camino a Betania, Jesús les dice a sus discípulos que Lázaro ha muerto “y me alegro por vosotros, de no haber estado allí, para que creáis; mas vamos a él” (Juan 11:15).
Cuando Jesús llega finalmente a Betania, Marta le dice a Jesús que si hubiera llegado a tiempo para sanar a Lázaro éste no habría muerto. Jesús entonces le contesta claramente que Lázaro iba a resucitar y afirmó categóricamente “Yo soy la resurrección y la vida; el que cree en mí, aunque esté muerto, vivirá. Y todo aquel que vive y cree en mí, no morirá eternamente. ¿Crees esto?” (Juan 11: 23, 25-26). Jesús sabía no solamente que Lázaro iba a resucitar en la resurrección venidera sino que lo iba a hacer en unos momentos más.
Sin embargo, cuando Jesús llegó a la tumba donde el cuerpo de Lázaro se encontraba, se conmovió tanto que lloró (Juan 11:35). No fue un llanto menor ya que los judíos que se encontraban ahí se dieron cuenta del grande amor que Jesús tenía por Lázaro. Jesús sabía que Lázaro iba a resucitar en unos momentos y aún así lloró por su amigo.
La muerte trae un dolor que aún la esperanza no mitiga aunque sí le da una dimensión totalmente diferente. El ejemplo de Jesús ante la muerte de Lázaro me muestra que aunque sé que mi papá está vivo en la presencia del Señor y lo veré en un futuro, el dolor presente es real y que puedo llorar con libertad.
En 1986 falleció en un accidente mi hermana Fabiola poco tiempo antes de cumplir cinco años. Mi papá escribió las siguientes palabras en su agenda: “Fabiolita, esa tumba guarda tu cuerpo, Dios tu alma y nosotros tu recuerdo”. Mi papá ahora está con el Señor y disfrutando a su hija a la que no pudo ver crecer; su recuerdo y legado se quedan con nosotros y con nuestra familia para siempre. ¡Te amo papá!
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