He tenido el privilegio de ser profesor por más de veinte años. A los diecinueve años empecé a enseñar español y otras materias en una secundaria publica en Guadalajara, México. Esta aventura que empezó como un simple trabajo se ha convertido en mi vocación y he tenido la oportunidad de enseñar en varios países, instituciones y niveles académicos que van de la secundaria hasta el doctorado. La tarea de un profesor es ardua y siempre hay muchas cosas que aprender. De hecho, actualmente enseño en un programa doctoral que se enfoca principalmente en la tarea educativa y en los procesos de enseñanza-aprendizaje en diferentes contextos cristianos.
Sin embargo, en la educación en general, y en la educación cristiana en particular, la labor docente es muy simple ya que básicamente enseñamos con nuestras vidas.
Parker Palmer, un reconocido educador, resumió magistralmente la esencia del trabajo de un profesor con la expresión “enseñamos lo que somos” (we teach who we are). Por lo tanto, se necesita valor para enseñar y así tituló su aclamado libro “The courage to teach”. Esta verdad es simple, pero profunda. Más allá de los objetivos, metodologías y actividades, nuestra vida enseña mucho más que nuestras palabras. Esto, obviamente, no quiere decir que el contenido no es importante o que nuestro enfoque no deba estar en el aprendizaje (cambio) de los estudiantes sino que nuestras acciones hablan más fuerte que nuestras palabras y que la gente recuerda nuestro carácter no nuestras palabras.
En el cristianismo la idea de enseñar lo que somos y, por lo tanto, reproducirnos en otros es básica y forma parte de los principios esenciales del discipulado. Nuestra meta como discípulos de Jesucristo es ser cada día más como El (Lucas 6:40). El apóstol Pablo tenía muy claro que la influencia más fuerte era su conducta y animaba a los otros creyentes a que lo imitaran:
“Lo que aprendisteis y recibisteis y oísteis y visteis en mí, esto haced; y el Dios de paz estará con vosotros” (Filipenses 4:9). “Sed imitadores de mí, así como yo de Cristo” (1 Cor. 11:1).“Por tanto, os ruego que me imitéis” (1 Cor. 4:16). “Porque vosotros mismos sabéis de qué manera debéis imitarnos; pues nosotros no anduvimos desordenadamente entre vosotros, ni comimos de balde el pan de nadie, sino que trabajamos con afán y fatiga día y noche, para no ser gravosos a ninguno de vosotros; no porque no tuviésemos derecho, sino por daros nosotros mismos un ejemplo para que nos imitaseis” (1 Tes. 3:7-9).
No es muy común escuchar que los líderes y maestros cristianos tengan la audacia de repetir las mimas palabras de Pablo exhortando a los demás para que imiten su conducta. Sin embargo, la realidad es que aunque no lo digamos explícitamente, nuestras acciones proclaman a los cuatro vientos lo que somos y lo que deseamos de nuestros alumnos. Los pastores y maestros cristianos tenemos la responsabilidad de proclamar la palabra de Dios, pero es nuestra vida la que ejemplifica, modela e impacta a los demás. El escritor de Hebreos también resalta esta verdad: “Acordaos de vuestros pastores, que os hablaron la palabra de Dios; considerad cuál haya sido el resultado de su conducta, e imitad su fe” (13:7).
En unas semanas estaré participando en una conferencia para profesores de educación cristiana. Algunas ponencias se enfocarán en la metodología de la enseñanza y otras cuestiones del proceso educativo. Sin embargo, más allá de la metodología se encuentra nuestra conducta como la base esencial de nuestro impacto en la gente que nos rodea y a quienes tenemos el privilegio de enseñar. La frase en latín “Verba movent, exempla trahunt” (las palabras mueven, pero lo ejemplos arrastran) resumen que enseñamos lo que somos y nuestra vida guía a los alumnos al cambio verdadero. Ser un discípulo de Jesús y enseñar a otros es en verdad un gran privilegio y una enorme responsabilidad.