Mi historia se parece a muchas otras. Cuando mi esposa y yo nos casamos y nos vinimos a vivir a los Estados Unidos les dijimos a nuestros padres que en dos años regresaríamos. El plan era estudiar en un seminario en Dallas y al término del programa regresar a la ciudad en la que crecimos y en donde viven la mayoría de nuestra familia y amigos. 19 años después seguimos viviendo en los Estados Unidos y lo más seguro es que nuestro regreso ya nunca se dé. Como a tantos otros les ha pasado, nuestra estadía temporal se ha ido convirtiendo en definitiva al paso de los años.
A través de diferentes circunstancias hemos sentido y confirmado que Dios nos quiere en donde estamos. Después de vivir trece años en Texas, ahora estamos cerca de cumplir seis en California. Dios nos ha dado un gran niño texano y una preciosa niña californiana. No ha sido fácil estar tan lejos de nuestros seres queridos por tanto tiempo y es triste ver como nuestros hijos crecen apartados de sus familiares más cercanos. Pero nuestro Dios ha sido bueno con nosotros y además de permitirnos estudiar nos ha dado la grandiosa oportunidad de servirle de muchas maneras. Disfruto mi labor docente y ministerial y soy un privilegiado de hacer lo que me gusta y convivir con estudiantes de todo el mundo.
Sin embargo, en los últimos meses he visto y experimentado un racismo en los Estados Unidos como nunca antes. Desgraciadamente el tono antiinmigrante, antimexicano y anti minorías ha dado permiso para que muchas personas expresen libremente insultos que antes no se hubieran atrevido a hacer. La retórica política ha permeado el sentir de muchísimas personas que ahora repiten el tono agresivo del Presidente y de muchos políticos de ambos partidos. Por ejemplo, he visto de cerca como a mi hijo, al hijo de otra profesora y a la hija de un profesor de otro seminario han sufrido las burlas de amigos y compañeros solamente por ser latinos. Ellos, como muchos otros, han recibido agresiones verbales en la escuela y algunos incluso en la iglesia. Tristemente sus compañeros solamente repiten lo que escuchan de sus padres sin reflexionar profundamente, quiero creer, en el daño tan grande que están haciendo.
Mi esposa y yo nacimos y crecimos en México. Estamos agradecidos y contentos por nuestra nacionalidad e identidad. También registramos a nuestros hijos en el consulado mexicano y disfrutan de la nacionalidad mexicana. Pero hace unos años cuando fue evidente que los Estados Unidos era nuestro hogar permanente decidimos hacernos ciudadanos estadounidenses. También estamos agradecidos por vivir y contribuir en este país. Así que, nuestra familia tiene la doble ciudadanía y nos encontramos en esta constante tensión de valorar las bondades de ambos países y de preocuparnos por lo que acontece en ambas naciones.
La tensión del inmigrante se hace visible cuando los mexicanos ya no nos perciben completamente como uno de ellos y para los estadounidenses siempre seremos extranjeros aunque ya seamos ciudadanos como todos los demás. Al ser latinos cargamos con el estigma de “minoría” aunque en Los Ángeles y en muchos otros lugares ya somos la mayoría. Quizá lo más difícil para mí como padre es tristemente ver que mis hijos también cargarán con las marcas de “extranjeros” y “minorías” aunque hayan nacido aquí y no tengan la culpa de la polarización política y social en la que vivimos. Para mi hijo y los otros niños que han sido discriminados no importa que sean ciudadanos estadounidenses sino que son percibidos como parte del grupo que algunos denominan como “bad hombres”. Lo más fácil sería desechar una parte de nuestra identidad e intentar ser como los demás, pero esto nos robaría de nuestra esencia tanto cultural como de seres humanos. Además, una característica básica de pertenecer a un grupo racial no dominante es que no tenemos la opción de ser neutros. Los hispanos, afroamericanos, asiáticos y tantos otros tienen que cargar involuntariamente con todo lo que conlleva su origen y valores culturales.
Toda esta tensión social me ha hecho valorar a los hombres de fe que son descritos en Hebreos 11. Nuestra fe nos recuerda que esta vida no es todo lo que existe y que ahora en Cristo también tenemos una ciudadanía celestial que nos une a todos. Esto no quiere decir que invalidamos nuestra ciudadanía terrenal o que tenemos que dejar de involucrarnos activamente para el beneficio de nuestra sociedad sino que ahora tenemos una perspectiva eterna. Estos pasajes me han confortado estos días:
“Conforme a la fe murieron todos éstos sin haber recibido lo prometido, sino mirándolo de lejos, y creyéndolo, y saludándolo, y confesando que eran extranjeros y peregrinos sobre la tierra… Pero anhelaban una mejor, esto es, celestial; por lo cual Dios no se avergüenza de llamarse Dios de ellos; porque les ha preparado una ciudad” (Hebreos 11:13, 16). “Mas nuestra ciudadanía está en los cielos, de donde también esperamos al Salvador, al Señor Jesucristo” (Filipenses 3:20).
Ser cristiano es ser inmigrante. Significa vivir en la tensión entre dos nacionalidades; tres para mí y para muchos otros. Nuestra lealtad es para Cristo principalmente, pero también para nuestros conciudadanos terrenales. Jesús nos llama a amar a nuestro prójimo sin importar su color, nacionalidad e incluso religión. En este clima de intranquilidad social, los cristianos somos llamados a ser el olor fragante de Cristo que refresca el ambiente que nos rodea. Como seguidores de Jesús debemos construir puentes que nos unan y que encaminen a todos hacia Cristo. Solamente cuando aceptamos nuestro llamado a vivir en medio de las lealtades nacionalistas podemos ser verdaderos embajadores del reino celestial. Los últimos meses han sido difíciles, pero me han enseñado a ser peregrino en esta tierra y a tener la fe de aquellos que anhelan por la ciudad celestial.