Siempre me ha sorprendido el contraste entre las celebraciones del día de las madres y las del día del padre. Generalmente el día de las madres es una gran festividad y un motivo de alegría generalizado en el cual la mayoría reconoce la labor tan ardua y abnegada de las madres. Celebrar a la mamá es una obligación social que se asume con entusiasmo porque todos tienen motivos de sobra para hacerlo. Reconocer a los padres, sin embargo, no tiene el mismo peso social y la efusividad disminuye considerablemente. Ambos padres son importantes, pero pareciera que el énfasis y el reconocimiento son diferentes.
Puedo entender que hay varios factores que contribuyen a que se dé esta situación, pero no deja de llamarme la atención la diferencia sobre todo en la manera en la que muchas iglesias celebran ambas fechas. He notado que durante el servicio en el día de las madres, aparte de reconocerlas y felicitarlas, el mensaje se centra en animarlas y agradecerles su importante labor. Todo esto me parece apropiado, pero noto el contraste cuando durante el servicio en el día del padre la situación es diferente. Aparte de que el reconocimiento tiende a ser menor, el mensaje generalmente se centra en exhortar a los padres para que mejoren su comportamiento y se involucren más con su familia. En otras palabras, la tendencia es en felicitar a las madres y en reprender a los padres.
Es cierto que muchos padres cristianos necesitan asumir más el liderazgo espiritual de sus familias y que quizá el contraste no sea tan grande como lo he percibido, pero creo que los padres también necesitan escuchar un mensaje más positivo. Es necesario que los hombres escuchen lo bueno que son y están haciendo y no solamente lo que necesitan mejorar.
Como hombres muchos crecemos escuchando el mensaje general que nuestro valor se encuentra en los que hacemos y en los logros que alcanzamos. Sin embargo, la realidad es que nuestra verdadera importancia viene por lo que somos y no por lo que hacemos. El ser viene antes del hacer. Por esta razón, me preocupa cuando el énfasis se aleja de esta verdad fundamental como seguidores de Jesús. Necesitamos escuchar y que nos recuerden que nuestro Padre celestial nos ama incondicionalmente y que somos valiosos e importantes.
Los seres humanos, hombres y mujeres, somos valiosos porque fuimos creados a la imagen y semejanza de Dios (Gen. 1:27). Dios nos ama incondicionalmente (1 Juan 4:7-14). Nuestro amor por el Señor solamente se puede dar porque El nos amó primero. Este amor no depende de nuestras acciones sino de la gracia divina. Por lo tanto, lo que hagamos o dejemos de hacer no cambia el amor de Dios hacia nosotros.
Además, al recibir la salvación en Jesús nos convertimos en hijos de Dios (1 Juan 3:1-3). Como hijos, nuestra relación con el Padre ya es cercana y establecida para siempre. Nuestro valor y aceptación es total y permanente. Muchos de nosotros estamos acostumbrados a dar amor, pero se nos olvida que lo podemos dar porque ya lo hemos recibido de nuestro Padre celestial. Lo que hacemos fluye de lo que somos y no al revés.
En un mundo lleno de competencia y que valora los logros más que el carácter de las personas, necesitamos recordar que nuestro verdadero valor no se encuentra en lo que hacemos. Somos creados a la imagen de Dios; somos sus hijos y Dios nos ama incondicionalmente. Los hombres y padres cristianos necesitan ánimo además de exhortación a mejorar. ¿A quién puede animar esta semana?