La muerte es siempre una tragedia. A pesar de ser considerada una parte esencial de la existencia humana y, por lo tanto, tan inevitable como común, la realidad es que la muerte no es parte natural de nuestra vida. La muerte es una intrusa que destruye nuestro propósito y afecta a todos a nuestro alrededor. El dolor y el vacío que dejan la muerte de un ser querido son tan reales como la vida misma y no importa cuán preparados estemos para afrontar esa separación, la muerte siempre nos toma por sorpresa dejando en nosotros su huella marcada en nuestros corazones por el resto de nuestra vidas. Nadie se acostumbra a la muerte, nadie está listo para recibirla. Nunca es el tiempo propicio para que llegue. La muerte es la manifestación máxima de lo que no debería ser, de la pérdida de “shalom”, la paz y plenitud que Dios desea para nosotros.
Hace casi un año que falleció mi papá y he comprobado que el tiempo aminora el dolor de su partida pero no llena el hueco de que me dejo su ausencia. La tristeza que deja la muerte no se quita con el tiempo ni el vacío se llena con los días. Con el pasar de las semanas y los meses nos vamos acostumbrando a la realidad y aprendemos a seguir con nuestras vidas. Sin embargo, solamente hace falta un recuerdo, una fecha especial o en mi caso una mirada a mi hijo para imaginar lo que hubiera sido si Darío creciera con su abuelo, si todavía tuviera a mi papá a mi lado para conversar, para escuchar sus consejos, para incluso hablar sobre las cosas simples de la vida como el futbol o el clima.
Así como la muerte destruye todo lo que no pudo ser, los cristianos tenemos la esperanza gloriosa de la destrucción de la muerte, el consuelo eterno, de lo que sí será. En 1 Tesalonicenses 4 el apóstol Pablo nos recuerda que los cristianos aunque sufrimos por la muerte, lo hacemos con esperanza en la resurrección (v. 13). La muerte y resurrección de Jesús es la culminación máxima de que la muerte ha sido vencida y de la vida eterna: “Porque si creemos que Jesús murió y resucitó, así también traerá Dios con Jesús a los que durmieron en él” (v.14). Jesucristo venció la muerte y un día desaparecerá por completo de nuestra existencia. Un día nuestra vida mortal desparecerá para siempre como dice 1 Corintios 15:54-56:
Y cuando esto corruptible se haya vestido de incorrupción, y esto mortal se haya vestido de inmortalidad, entonces se cumplirá la palabra que está escrita: Sorbida es la muerte en victoria. ¿Dónde está, oh muerte, tu aguijón? ¿Dónde, oh sepulcro, tu victoria? ya que el aguijón de la muerte es el pecado, y el poder del pecado, la ley. Mas gracias sean dadas a Dios, que nos da la victoria por medio de nuestro Señor Jesucristo.
La resurrección de Jesús nos da la esperanza de saber que sus seguidores, sin importar si viven o ha muerto, estarán juntos para siempre con el Señor (1 Tes. 5:10). La separación de mi papá es temporal; la próxima reunión con él será eterna. La esperanza en Jesús nos da una perspectiva adecuada de la vida y de la muerte. Ya que la muerte es consecuencia del pecado y contraria al plan original de Dios para nosotros, un día será echada al lago de fuego para desaparecer de nuestro alrededor para siempre (Ap. 20:14). Aunque pareciera lo contrario, la muerte llegó pero no para quedarse.
Sin embargo, como ya mencioné anteriormente, la pérdida y el dolor de la muerte son reales. La esperanza en Jesús le da una perspectiva diferente a la situación y nos anima a vivir confiados, pero el dolor no desaparece por completo. Las personas que no han sufrido la pérdida de un ser querido piensan que al recordarnos la promesa de la resurrección, la gloria que nuestros amados disfrutan al estar ya en la presencia del Señor o incluso el buen legado que han dejado, de alguna manera debería mitigar el dolor y ahuyentar el duelo. Todos los que sí lo han experimentado saben que esto no es así. El tiempo y la fe ayudan a cicatrizar la herida pero no la quitan por completo. Por esta razón nuestra esperanza gloriosa en Jesús también incluye el consuelo total, pero aún por venir. En el futuro, el Señor mismo se encargará de enjugar nuestras lágrimas y quitar nuestro dolor. El final de la narrativa bíblica no puede ser más reconfortante para todos nosotros que hemos descubierto el caos que el pecado y la muerte originan:
Vi un cielo nuevo y una tierra nueva; porque el primer cielo y la primera tierra pasaron, y el mar ya no existía más. Y yo Juan vi la santa ciudad, la nueva Jerusalén, descender del cielo, de Dios, dispuesta como una esposa ataviada para su marido. Y oí una gran voz del cielo que decía: He aquí el tabernáculo de Dios con los hombres, y él morará con ellos; y ellos serán su pueblo, y Dios mismo estará con ellos como su Dios. Enjugará Dios toda lágrima de los ojos de ellos; y ya no habrá muerte, ni habrá más llanto, ni clamor, ni dolor; porque las primeras cosas pasaron. Y el que estaba sentado en el trono dijo: He aquí, yo hago nuevas todas las cosas. Y me dijo: Escribe; porque estas palabras son fieles y verdaderas. Y me dijo: Hecho está. Yo soy el Alfa y la Omega, el principio y el fin. Al que tuviere sed, yo le daré gratuitamente de la fuente del agua de la vida. El que venciere heredará todas las cosas, y yo seré su Dios, y él será mi hijo (Apocalipsis 21:1-7)
Cada día que pasa extraño más a mi papá, pero cada día se ilumina con la esperanza de la reunión con el Señor y la consolación eterna. La esperanza en Jesús me recuerda que aunque la muerte es real y dolorosa, la vida eterna y el consuelo personal y total del Señor son mucho mejores. Mientras tanto seguiremos lidiando con el dolor de la muerte, pero con esperanza.